Érase
una vez… una reina que dio a luz una niña muy hermosa. Al bautismo
invitó a todas las hadas de su reino, pero se olvidó,
desgraciadamente, de invitar a la más malvada.
A pesar de ello, esta hada maligna se presentó igualmente al
castillo y, al pasar por delante de la cuna de la pequeña, dijo
despechada: "¡A los dieciséis años te pincharás con un huso y
morirás!" Un hada buena que había cerca, al oír el maleficio,
pronunció un encantamiento a fin de mitigar la terrible condena: al
pincharse en vez de morir, la muchacha permanecería dormida durante
cien años y solo el beso de un joven príncipe la despertaría de su
profundo sueño. Pasaron los años y la princesita se convirtió en la
muchacha más hermosa del reino.
El
rey había ordenado quemar todos los husos del castillo para que la princesa no
pudiera pincharse con ninguno. No obstante, el día que cumplía los dieciséis
años, la princesa acudió a un lugar del castillo que todos creían deshabitado, y
donde una vieja sirvienta, desconocedora de la prohibición del rey, estaba
hilando. Por curiosidad, la muchacha le pidió a la mujer que le dejara probar.
"No es fácil hilar la lana", le dijo la sirvienta. "Mas si tienes paciencia te
enseñaré." La maldición del hada malvada estaba a punto de concretarse. La
princesa se pinchó con un huso y cayó fulminada al suelo como muerta. Médicos y
magos fueron llamados a consulta. Sin embargo, ninguno logró vencer el
maleficio. El hada buena sabedora de lo ocurrido, corrió a palacio para consolar
a su amiga la reina.
La
encontró llorando junto a la cama llena de flores donde estaba tendida la
princesa. "¡No morirá! ¡Puedes estar segura!" la consoló, "Solo que por cien
años ella dormirá" La reina, hecha un mar de lágrimas, exclamó: "¡Oh,
si yo pudiera dormir!" Entonces, el hada buena pensó: ‘Si con un
encantamiento se durmieran todos, la princesa, al despertar
encontraría a todos sus seres queridos a su entorno.’ La varita
dorada del hada se alzó y trazó en el aire una espiral mágica.
Al instante todos los habitantes del castillo se durmieron. "
¡Dormid tranquilos! Volveré dentro de cien años para vuestro
despertar." dijo el hada echando un último vistazo al castillo,
ahora inmerso en un profundo sueño.
En
el castillo todo había enmudecido, nada se movía con vida. Péndulos y relojes
repiquetearon hasta que su cuerda se acabó. El tiempo parecía haberse detenido
realmente. Alrededor del castillo, sumergido en el sueño, empezó a crecer como
por encanto, un extraño y frondoso bosque con plantas trepadoras que lo rodeaban
como una barrera impenetrable. En el transcurso del tiempo, el castillo quedó
oculto con la maleza y fue olvidado de todo el mundo. Pero al término del siglo,
un príncipe, que perseguía a un jabalí, llegó hasta sus alrededores. El animal
herido, para salvarse de su perseguidor, no halló mejor escondite que la
espesura de los zarzales que rodeaban el castillo. El príncipe descendió de su
caballo y, con su espada, intentó abrirse camino. Avanzaba lentamente porque la
maraña era muy densa.
Descorazonado,
estaba a punto de retroceder cuando, al apartar una rama, vio… Siguió
avanzando hasta llegar al castillo. El puente levadizo estaba bajado. Llevando
al caballo sujeto por las riendas, entró, y cuando vio a todos los habitantes
tendidos en las escaleras, en los pasillos, en el patio, pensó con horror que
estaban muertos, Luego se tranquilizó al comprobar que solo estaban dormidos.
"¡Despertad! ¡Despertad!", chilló una y otra vez, pero en vano. Cada vez más
extrañado, se adentró en el castillo hasta llegar a la habitación donde dormía
la princesa. Durante mucho rato contempló aquel rostro sereno, lleno de paz y
belleza; sintió nacer en su corazón el amor que siempre había esperado en vano.
Emocionado, se acercó a ella, tomó la mano de la muchacha y delicadamente la
besó… Con aquel beso, de pronto la muchacha se desemperezó y abrió los ojos, despertando del
largísimo sueño.
Al
ver frente a sí al príncipe, murmuró: ¡Por fin habéis llegado! En mis sueños
acariciaba este momento tanto tiempo esperado." El encantamiento se había roto.
La princesa se levantó y tendió su mano al príncipe. En aquel momento todo el
castillo despertó. Todos se levantaron, mirándose sorprendidos y diciéndose qué
era lo que había sucedido. Al darse cuenta, corrieron locos de alegría junto a
la princesa, más hermosa y feliz que nunca.
Al cabo de unos días, el castillo, hasta
entonces inmerso en el silencio, se llenó de cantos, de música y de alegres
risas con motivo de la boda.