Aquel invierno fue más crudo que de
ordinario y el hambre se hacía
sentir en la comarca. Pero eran las
avecillas quienes llevaban la peor
parte, pues en el eterno manto de
nieve que cubría la tierra no podían
hallar sustento
Caperucita Roja, apiadada de los
pequeños seres atrevidos y
hambrientos, ponía granos en su
ventana y miguitas de pan, para que
ellos pudieran alimentarse. Al fin,
perdiendo el temor, iban a posarse
en los hombros de su protectora y
compartían el cálido refugio de su
casita.
Un día los habitantes de un pueblo
cercano, que también padecían
escasez, cercaron la aldea de
Caperucita con la intención de robar
sus ganados y su trigo.
-Son más que nosotros -dijeron los
hombres-. Tendríamos que solicitar
el envío de tropas que nos
defiendan.
-Pero es imposible atravesar las
montañas nevadas; pereceríamos en el
camino -respondieron algunos.
Entonces Caperucita le habló a la
paloma blanca, una de sus
protegidas. El avecilla, con sus
ojitos fijos en la niña, parecía
comprenderla. Caperucita Roja ató un
mensaje en una de sus patas, le
indicó una dirección desde la
ventana y lanzó hacia lo alto a la
paloma blanca.
Pasaron dos días. La niña,
angustiada, se preguntaba si la
palomita habría sucumbido bajo el
intenso frío. Pero, además, la
situación de todos los vecinos de la
aldea no podía ser más grave: sus
enemigos habían logrado entrar y se
hallaban dedicados a robar todas las
provisiones.
De pronto, un grito de esperanza
resonó por todas partes: un
escuadrón de cosacos envueltos en
sus pellizas de pieles llegaba a la
aldea, poniendo en fuga a los
atacantes.
Tras ellos llegó la paloma blanca,
que había entregado el mensaje.
Caperucita le tendió las manos y el
animalito, suavemente, se dejó caer
en ellas, con sus últimas fuerzas.
Luego, sintiendo en el corazón el
calor de la mejilla de la niña,
abandonó este mundo para siempre.