Érase
una vez… un ciervo muy engreído. Cuando se detuvo para beber en un
arroyuelo, se contemplaba en el espejo de sus aguas. "¡Qué hermoso
soy!", se decía, ¡No hay nadie en el bosque con unos cuernos tan
bellos!" Como todos los ciervos, tenía las piernas largas y ligeras,
pero él solía decir que preferiría romperse una pierna antes de
privarse de un solo vástago de su magnífica cornamenta.
¡Pobre
ciervo, cuán equivocado estaba! Un día, mientras pastaba
tranquilamente unos brotes tiernos, escuchó un disparo en la lejanía
y ladridos pe perros…! ¡Sus enemigos! Sintió temor al saber que
los perros son enemigos acérrimos de los ciervos, y difícilmente
podría escapar de su persecución si habían olfateado ya su olor.
¡Tenía que escapar de inmediato y aprisa! De repente, sus cuernos se
engancharon en una de las ramas más bajas.
Intentó
soltarse sacudiendo la cabeza, pero sus cuernos fueron
aprisionados firmemente en la rama. Los perros estaban
ahora muy cerca. Antes de que llegara su fin, el ciervo
aún tuvo tiempo de pensar: "¡Que error cometí al pensar
que mis cuernos eran lo más hermoso de mi físico, cuando
en realidad lo más preciado era mis piernas que me
hubiesen salvado, no mi cornamenta que me traicionó"