Había una vez un pequeño abeto en un gran
bosque que estaba muy triste. Y lloraba.
¿Sabéis por qué? Por que no le gustaban sus
hojas.
– Snif, Snif – lloraba – no me gusta estas
hojas tan puntiagudas. Todos los árboles
tienen hojas más bonitas que las mías.
Estuvo llorando todo el día, hasta que de
noche, se durmió. Al día siguiente, el abeto
se despertó y vio que sus hojas eran grandes
hojas de oro.
– ¡Oh! ¡Qué contento estoy! ¡Qué hojas más
preciosas! Son todas tan doradas …
Pero tan bonitas eran que pasó un ladrón y
se las llevó todas. Y el pequeño abeto
volvió a llorar:
– Snif, snif – lloraba – Ya no quiero hojas
de oro. Ahora quiero hojas de cristal, ¡que
son igual de brillantes pero incluso más
bonitas!
Esa noche volvió a dormirse pensando en
tener hojas de cristal. Y otra vez al
despertarse vió su deseo cumplido. Hojas y
hojas de cristal coronaban su copa.
– ¡Oh! ¡Qué contento estoy! ¡Qué hojas más
preciosas! Son todas tan brillantes …
Pero ese día sopló un viento huracanado que
tiró todas las hojas, rompiéndolas en
pedacitos. Y el abeto volvió a llorar.
– Snif, Snif – lloraba – Ya no quiero hojas
de cristal. ¡Ahora quiero hojas verdes!
Y con ese deseo se durmió otra vez. Y una
vez más, al despertarse, vio su deseo hecho
realidad
– ¡Oh! ¡Qué contento estoy! ¡Qué hojas más
preciosas! Son todas tan verdes …
Pero ese día pasó un rebaño de cabras y
vieron sus hojas verdes tan apetecibles que
se las comieron todas. Y el pequeño abeto
volvió a llorar.
– Snif, Snif – lloraba – Ya no quiero hojas
verdes. Ni de cristal. Ni de oro. ¡Quiero
mis hojas puntiagudas!
Y esa noche, triste, se volvió a dormir. A
la mañana, al despertar, vio que volvía a
tener sus hojas puntiagudas. Y sin nadie que
las robara, las rompiese o las comiese,
creció hasta hacerse un gran abeto y dar
cobijo a los animales del bosque.