Elhada

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El hada del sauco
 

Autor:




Hans Christian
Andersen
   
   
Érase una vez un chiquillo
que se había resfriado. Cuando estaba fuera de casa se
había mojado los pies, nadie sabía cómo, pues el tiempo
era completamente seco. Su madre lo desnudó y acostó, y,
pidiendo la tetera, se dispuso a prepararle una taza de
té de saúco, pues esto calienta. En esto vino aquel
viejo señor tan divertido que vivía solo en el último
piso de la casa. No tenía mujer ni hijos pero quería a
los niños, y sabía tantos cuentos e historias que daba
gusto oírlo. -Ahora vas a tomarte el té -dijo la madre
al pequeño- y a lo mejor te contarán un cuento, además.
-Lo haría si supiese alguno nuevo -dijo el viejo con un
gesto amistoso-. Pero, ¿cómo se ha mojado los pies este
rapaz? -preguntó. -¡Eso digo yo! -contestó la madre-.
¡Cualquiera lo entiende! -¿Me contarás un cuento? -pidió
el niño. -¿Puedes decirme exactamente -pues debes
saberlo- qué profundidad tiene el arroyo del callejón
por donde vas a la escuela? -Me llega justo a la caña de
las botas -respondió el pequeño-, pero sólo si me meto
en el agujero hondo. -Conque así te mojaste los pies,
¿eh? -dijo el viejo-.

Bueno, ahora tendría
que contarte un cuento, pero el caso es que ya no sé
más. -Pues invéntese uno nuevo -replicó el chiquillo-.
Dice mi madre que de todo lo que observa saca usted un
cuento, y de todo lo que toca, una historia. -Sí, pero
esos cuentos e historias no sirven. Los de verdad,
vienen por sí solos, llaman a la frente y dicen: ¡aquí
estoy! -¿Llamarán pronto? -preguntó el pequeño. La madre
se echó a reír, puso té de saúco en la tetera y le
vertió agua hirviendo. -¡Cuente, cuente! -Lo haré, si el
cuento quiere venir por sí solo, pero son muy
remilgados. Sólo se presentan cuando les viene en gana.
¡Espera! -añadió-. ¡Ya lo tenemos! Escucha, hay uno en
la tetera.

El pequeño dirigió la
mirada a la tetera; la tapa se levantaba, y las flores
de saúco salían del cacharro, tiernas y blancas;
proyectaron grandes ramas largas, y hasta del pitorro
salían, esparciéndose en todas direcciones y creciendo
sin cesar. Era un espléndido saúco, un verdadero árbol,
que llegó hasta la cama, apartando las cortinas. Era
todo él un cuajo de flores olorosas, y en el centro
había una anciana de bondadoso aspecto, extrañamente
vestida. Todo su ropaje era verde, como las hojas del
saúco, lleno de grandes flores blancas. A primera vista
no se distinguía si aquello era tela o verdor y flores
vivas. -¿Cómo se llama esta mujer? -preguntó el niño.
«Verás: los romanos y griegos -respondió el viejo- la
llamaban Dríada, pero esta palabra no la entendemos
nosotros.

Allá en Nyboder le
damos otro nombre mejor; la llamamos "mamita saúco", y
has de fijarte en esto. Escucha y contempla el
espléndido saúco. Hay uno como él, florido también, allá
abajo; crecía en un ángulo de una era pequeña y humilde.
Un mediodía dos ancianos se habían sentado al sol, bajo
aquel árbol. Eran un marino muy viejo y su mujer, que no
lo era menos. Tenían ya bisnietos, y pronto celebrarían
las bodas de oro, aunque apenas se acordaban ya del día
de su boda; el hada, desde el árbol, parecía tan
satisfecha como esta de aquí. -Yo sé cuándo son sus
bodas de oro -dijo; pero los viejos no la oyeron;
hablaban de tiempos pasados. -¿Te acuerdas? -decía el
viejo marino-. ¿Te acuerdas de cuando éramos niños y
corríamos y jugábamos en esta misma era? Plantábamos
tallitos en el suelo y hacíamos un jardín. -Sí -replicó
la anciana-, lo recuerdo bien.

Regábamos los tallos;
uno e ellos era una rama de saúco, que echó raíces y
sacó verdes brotes y se convirtió en un árbol grande y
espléndido; este mismo bajo el cual estamos. -Sí, esto
es -dijo él-; y allí en la esquina había un gran
barreño; en él flotaba mi barca. Yo mismo me la había
tallado. ¡Qué bien navegaba! Pero pronto lo haría yo por
otros mares. -Sí, pero antes fuimos a la escuela y
aprendimos unas cuantas cosas prosiguió ella- Y luego
nos prometieron. Los dos llorábamos, pero aquella tarde
fuimos, cogidos de la mano, a la Torre Redonda, para ver
el ancho mundo que se extiende más allá de Copenhague y
del océano. Después nos fuimos a Frederiksberg, donde el
Rey y la Reina paseaban por los canales en su
embarcación de gala. -Pero pronto me tocó a mí navegar
por otros lugares, durante muchos años. Fui lejos, muy
lejos, en el curso de largos viajes. -Sí, ¡cuántas
lágrimas me costaste! -dijo ella-. Creí que habías
muerto; te veía en el fondo del mar, sepultado en el
fango. ¡Cuántas noches me levanté para ver si la veleta
giraba! Sí, giraba, pero tú no volvías.

Me acuerdo de un día
que estaba lloviendo a cántaros, el basurero se paró
frente a la puerta de la casa donde yo servía. ¡Era un
tiempo espantoso! Yo salí con el cubo de basura y me
quedé en la puerta, y mientras aguardaba allí se me
acercó el cartero y me dio una carta, una carta tuya.
¡Dios mío, lo que había viajado aquel sobre! Lo abrí y
leí la carta, llorando y riendo a la vez. ¡Estaba tan
contenta! Decía el papel que te hallabas en tierras
cálidas, donde crecía el café. ¡Qué país más maravilloso
debe ser! ¡Me contabas tantas cosas! Y yo las estaba
viendo mientras la lluvia caía sin cesar, de pie yo con
mi cubo de basura. Alguien me cogió por el talle…
-Pero tú le propinaste un buen bofetón, muy sonoro por
cierto. -No sabía que fueses tú. Habías llegado junto
con la carta y ¡estabas tan guapo! -y todavía lo eres-.
Llevabas en el bolsillo un largo pañuelo de seda
amarillo, y un sombrero nuevo. ¡Qué elegante ibas! ¡Dios
mío y qué tiempo hacía, y cómo estaba la calle!
-Entonces nos casamos -dijo él-, ¿te acuerdas? ¿Y de
cuándo vino el primer hijo, y después María y Niels, y
Pedro, y Juan, y Cristián? -Sí, y todos crecieron y se
hicieron personas como Dios manda, a quienes todo el
mundo aprecia. -Y sus hijos han tenido ya hijos a su vez
-dijo el viejo-.

Nuestros bisnietos; hay
buena semilla. ¿No fue en este tiempo del año cuando nos
casamos? -Sí, justamente es hoy el día de sus bodas de
oro -intervino el hada del sabucal, metiendo la cabeza
entre los dos viejos, los cuales pensaron que era la
vecina que les hacía señas. Se miraron a los ojos y se
cogieron de las manos. Al poco rato se presentaron los
hijos y los nietos; todos sabían muy bien que eran las
bodas de oro; ya los habían felicitado, pero los viejos
se habían olvidado, mientras se acordaban muy bien de lo
ocurrido tantos años antes.

El saúco exhalaba un
intenso aroma, y el sol, cerca ya de la puerta, daba a
la cara de los abuelos. Los dos tenían rojas las caras,
y el más pequeño de sus nietos bailaba a su alrededor,
gritando, alegre, que habría cena de fiesta: comerían
patatas calientes. Y el hada asentía desde el árbol y se
sumaba a los hurras de los demás». -Pero esto no es un
cuento -observó el chiquillo, que escuchaba la
narración. -Tú lo sabrás mejor -replicó el viejo señor
que contaba-. Lo preguntaremos al hada del saúco. -No
fue un cuento -dijo ésta-; el cuento viene ahora. Las
más bellas leyendas surgen de la realidad; de otro modo,
mi hermoso saúco no podría haber salido de la tetera. Y,
sacando de la cama al chiquillo, lo estrechó contra su
pecho, y las ramas cuajadas de flores se cerraron en
torno a los dos.

Quedaron ellos rodeados
de espesísimo follaje, y el hada se echó a volar por los
aires. ¡Qué indecible hermosura! El hada se había
transformado en una linda muchachita, pero su vestido
seguía siendo de la misma tela verde, salpicada de
flores blancas, que llevaba en el saúco. En el pecho
lucía una flor de saúco de verdad, y alrededor de su
rubia cabellera ensortijada, una guirnalda de las mismas
flores. Sus ojos eran grandes y azules, y era
maravilloso mirarlos. Ella y el chiquillo se besaron, y
entonces quedaron de igual edad, sintiendo las mismas
alegrías. Cogidos de la mano salieron de entre el
follaje, y de pronto se encontraron en el espléndido
jardín de la casa paterna; en medio del verde césped, el
bastón del padre aparecía atado a una estaquilla. Para
los pequeñuelos había vida en aquel bastón; no bien se
hubieron montado en él, el reluciente pomo se convirtió
en una magnífica cabeza de caballo, con larga y negra
melena ondulante, y de la caña salieron cuatro patas
esbeltas y vigorosas; el animal era robusto y valiente.

Se echaron a cabalgar a
galope por el césped. -¡Olé!, correremos muchas millas
-dijo el muchacho-; iremos a la finca donde estuvimos el
año pasado. Y venga cabalgar alrededor del césped,
mientras la muchacha, que, como sabemos, era el hada del
saúco, gritaba: -Ya estamos llegando. ¿Ves la casa de
campo, con el gran horno que parece un gigantesco huevo
que sale de la pared y da al camino? El saúco extiende
sus ramas por encima, y el gallo va de un lado a otro,
escarbando el suelo para sus gallinas. ¡Mira cómo se
pavonea! Ahora estamos cerca de la iglesia, en la cumbre
de la colina, entre corpulentos robles, uno de los
cuales está medio muerto. Y ahora llegamos a la
herrería, donde arde el fuego, y los hombres, medio
desnudos, golpean con sus martillos esparciendo una
lluvia de chispas.

¡Adelante, camino de la
casa de los señores! Y todo lo que iba nombrando la
chiquilla montada en el bastón, lo veía el niño, a pesar
de que no se movían del prado. Jugaron luego en el
camino lateral y plantaron un jardincito en la tierra;
ella se sacó una flor de saúco del cabello y la plantó;
y creció como hiciera aquel que habían plantado los
viejos cuando niños ya. Iban cogidos de la mano, como
los abuelos hicieron de pequeños, pero no se encaminaron
a la Torre Redonda ni al jardín de Frederiksberg, sino
que la muchacha sujetó al niño por la cintura y se
echaron a volar por toda Dinamarca; y llegó la
primavera, y luego el verano, el tiempo de la cosecha y,
finalmente, el invierno; y miles de imágenes se pintaban
en los ojos y el corazón del niño, mientras la
muchachita cantaba: -¡Jamás olvidarás esto!

En todo el curso del
vuelo, el saúco estuvo exhalando su aroma suave y
delicioso. Bien observaba el niño las rosas y las hayas
verdes, pero el sabucal olía con mayor intensidad aún,
pues sus hojas pendían del corazón de la niña, y sobre
él reclinaba el pequeño a menudo la cabeza durante el
vuelo. -¡Qué hermoso es esto en primavera! -exclamó la
muchacha; y se encontraron en el bosque de hayas en
pleno reverdecer, con olorosas asperillas al pie de los
árboles y rosados anemones entre la hierba-. ¡Ah!, ¿por
qué no será siempre primavera en los perfumados hayales
de Dinamarca? -¡Qué espléndido es aquí el verano!
-exclamó ella, mientras pasaban por delante de viejos
castillos del tiempo de los caballeros, cuyos rojos
muros y recortados frontones se reflejaban en los
canales donde nadaban cisnes, y a lo largo de los cuales
se extendían antiguas y frescas avenidas.

En los campos, las
mieses ondeaban como el mar; en los ribazos crecían
flores rojas y amarillas, y en los setos prosperaba el
lúpulo silvestre y la florida enredadera. Al anochecer
se remontó la luna, grande y redonda; los montones de
heno de los prados esparcían su agradable fragancia.
-¡Esto no se olvida nunca! -Es magnífico aquí el otoño
-volvió a exclamar la muchachita. El aire era aún más
alto y más azul, y el bosque presentaba una bellísima
combinación de tonos rojos, amarillos y verdes. Pasaban
corriendo perros de caza, grandes bandadas de aves
salvajes volaban gritando por encima de los sepulcros
megalíticos, recubiertos de zarzamoras, que proyectaban
sus sarmientos en torno a las vetustas piedras. El mar
era de un azul negruzco y aparecía salpicado de barcos
de vela, y en la era mujeres maduras, doncellas y niños,
recogían lúpulo y lo metían en un gran tonel; los
jóvenes cantaban canciones, mientras los viejos narraban
cuentos de duendes y gnomos. ¿Dónde podía estarse mejor?
-¡Qué hermoso es aquí el invierno! -repitió la niña-.

Todos los árboles
estaban cubiertos de escarcha, como blancos corales; la
nieve crepitaba bajo los pies, como si se llevasen
siempre zapatos nuevos, y en el cielo se sucedían las
lluvias de estrellas. En la sala estaba encendido el
árbol de Navidad; había regalos y buen humor; en las
casas de labranza resonaba el violín, y rebanadas de
manzana caían a la sartén. Hasta los niños más pobres
decían: -¡Qué hermoso es el invierno! Y sí, era hermoso;
y la muchachita enseñaba al niño todas las cosas; el
saúco seguía exhalando su fragancia, y la bandera roja
con la cruz blanca seguía ondeando; aquella bandera bajo
la cual había navegado el viejo marino de Nyboder. El
niño se hizo un mozo y tuvo que salir al ancho mundo,
lejos, a las tierras cálidas, donde crece el café. Pero
al despedirse, la muchacha se desprendió del pecho una
flor de saúco y se la dio como recuerdo.

Él la puso
cuidadosamente en su libro de cánticos, y siempre que lo
abría en tierras extrañas, lo hacía en la página donde
guardaba la flor; y cuanto más la contemplaba, más verde
se ponía ella. Le parecía al mozo respirar el aroma de
los bosques patrios, y veía claramente a la muchacha que
lo miraba por entre los pétalos con aquellos ojos suyos
azules y límpidos; y susurraba: -¡Qué hermosos son aquí
la primavera, el verano, el otoño y el invierno! Y
centenares de imágenes cruzaban su mente. Así
transcurrieron muchos años; el muchacho era ya un
anciano, y estaba sentado con su anciana esposa bajo un
árbol en flor. Se habían cogido de las manos, como el
bisabuelo y la bisabuela de Nyboder, y, lo mismo que
ellos, hablaban de los tiempos pretéritos y de las bodas
de oro. La muchachita de ojos azules y de las flores de
saúco en el pelo, desde lo alto del árbol, inclinaba la
cabeza con gesto de aprobación y decía: -Hoy celebran
sus bodas de oro. Sacándose luego dos flores de su
corona, las besó, y ellas relucieron primero como plata
y después como oro; y cuando las puso en las cabezas de
los ancianos, cada flor se transformó en una áurea
corona.

Y allí seguían los dos,
semejantes a un rey y una reina, bajo el árbol fragante;
y él contaba a su anciana esposa la historia del hada
del sabucal, igual que se la habían contado antes a él,
cuando era un chiquillo; y los dos convinieron en que en
aquella historia había muchas cosas que corrían parejas
con la propia; y lo que más se parecía era lo que más
les gustaba. -Así es -dijo la muchachita del árbol-.
Algunos me llaman hada, otros Dríada, pero en realidad
mi nombre es Recuerdo. Yo soy la que vive en el árbol,
que crece y crece continuamente. Puedo pensar en lo
pasado y contarlo. Déjame ver si conservas aún tu flor.

El viejo abrió su libro
de cánticos, y allí estaba la flor de saúco, fresca y
lozana como si acabase de cogerla; y el Recuerdo hizo un
gesto de aprobación, y los dos ancianos. Con las coronas
de oro en la cabeza, siguieron sentados al sol poniente.
Cerraron los ojos y… bueno, el cuento se ha terminado.
El chiquillo yacía en su cama; ¿había sido aquello un
sueño, o realmente le habían contado un cuento? Sobre la
mesa se veía la tetera, pero de ella no salía ningún
saúco, y el anciano señor del piso alto se dirigía a la
puerta para marcharse. -¡Qué bonito ha sido! -dijo el
pequeñuelo-. ¡Madre, he estado en las tierras cálidas!
-No me extraña -respondió la madre-. Cuando uno, se ha
tomado un par de tazas de infusión de flor de saúco, no
hay duda de que se encuentra en las tierras cálidas. Y
lo arropó bien, para que no se enfriara.

-Estuviste durmiendo
mientras yo y él discutíamos sobre si era un cuento o
una historia. -¿Y dónde está el hada del saúco?
-preguntó el niño. -En la tetera -replicó la mujer-, y
puede seguir en ella.
 



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