Hubo una vez un lobo
muy rico pero muy avaro. Nunca dio
ni un poco de lo mucho que le
sobraba. Sintiéndose viejo, empezó a
pensar en su propia vida, sentado a
la puerta de su casa.
¿Podrías prestarme
cuatro medidas de trigo, vecino? Le
pregunto el burrito.
Te daré; ocho, si
prometes velar por mi sepulcro en
las tres noches siguientes a mi
entierro.
Murió el lobo pocos
días después y el burrito fue a
velar en su sepultura. Durante la
tercera noche se le unió el pato que
no tenia casa. Y juntos estaban
cuando, en medio de una espantosa
ráfaga de viento, llego el aguilucho
que les dijo:
Si me dejáis
apoderarme del lobo os daré una
bolsa de oro.
Será suficiente si
llenas una de mis botas. Dijo el
pato que era muy astuto.
El aguilucho se
marcho para regresar en seguida con
un gran saco de oro, que empezó a
volcar sobre la bota que el sagaz
pato había colocado sobre una fosa.
Como no tenia suela y la fosa estaba
vacía no acababa de llenarse. El
aguilucho decidió ir entonces en
busca de todo el oro del mundo.
Y cuando intentaba
cruzar un precipicio con cien bolsas
colgando de su pico, fue a
estrellarse sin remedio.
Amigo burrito, ya
somos ricos. Dijo el pato. La maldad
del Aguilucho nos ha beneficiado.
Y todos los pobres de
la ciudad. Dijo el borrico, por que
con ellos repartiremos el oro.