Elporquerizo

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El porquerizo
 

Autor:




Hans Christian
Andersen
   
   
Érase una vez un príncipe
que andaba mal de dinero. Su reino era muy pequeño,
aunque lo suficiente para permitirle casarse, y esto es
lo que el príncipe quería hacer. Sin embargo, fue una
gran osadía por su parte el irse derecho a la hija del
Emperador y decirle en la cara: -¿Me quieres por
marido?-. Si lo hizo, fue porque la fama de su nombre
había llegado muy lejos.

Más de cien princesas
lo habrían aceptado, pero, ¿lo querría ella? Pues vamos
a verlo. En la tumba del padre del príncipe crecía un
rosal, un rosal maravilloso; florecía solamente cada
cinco años, y aun entonces no daba sino una flor; pero
era una rosa de fragancia tal, que quien la olía se
olvidaba de todas sus penas y preocupaciones. Además, el
príncipe tenía un ruiseñor que, cuando cantaba, se
habría dicho que en su garganta se juntaban las más
bellas melodías del universo.

Decidió, pues, que
tanto la rosa como el ruiseñor serían para la princesa,
y se los envió encerrados en unas grandes cajas de
plata. El Emperador mandó que los llevaran al gran
salón, donde la princesa estaba jugando a «visitas» con
sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que
contenían los regalos, exclamó dando una palmada de
alegría: -¡A ver si será un gatito! -pero al abrir la
caja apareció el rosal con la magnífica rosa. -¡Qué
linda es! -dijeron todas las damas. -Es más que bonita
-precisó el Emperador-, ¡es hermosa! Pero cuando la
princesa la tocó, por poco se echa a llorar. -¡Ay, papá,
qué lástima! -dijo-. ¡No es artificial, sino natural!
-¡Qué lástima! -corearon las damas-. ¡Es natural!
-Vamos, no te aflijas aún, y veamos qué hay en la otra
caja -aconsejó el Emperador; y salió entonces el
ruiseñor, cantando de un modo tan bello, que no hubo
medio de manifestar nada en su contra.

-¡Superbe, charmant!
-exclamaron las damas, pues todas hablaban francés a
cual peor. -Este pájaro me recuerda la caja de música de
la difunta Emperatriz -observó un anciano caballero-. Es
la misma melodía, el mismo canto. -En efecto -asintió el
Emperador, echándose a llorar como un niño. -Espero que
no sea natural, ¿verdad? -preguntó la princesa. -Sí, lo
es; es un pájaro de verdad -respondieron los que lo
habían traído. -Entonces, dejadlo en libertad -ordenó la
princesa; y se negó a recibir al príncipe. Pero éste no
se dio por vencido. Se embadurnó de negro la cara y,
calándose una gorra hasta las orejas, fue a llamar a
palacio. -Buenos días, señor Emperador -dijo-. ¿No
podríais darme trabajo en el castillo? -Bueno -replicó
el Soberano-. Necesito a alguien para guardar los
cerdos, pues tenemos muchos.

Y así el príncipe pasó
a ser porquerizo del Emperador. Le asignaron un reducido
y mísero cuartucho en los sótanos, junto a los cerdos, y
allí hubo de quedarse. Pero se pasó el día trabajando, y
al anochecer había elaborado un primoroso pucherito,
rodeado de cascabeles, de modo que en cuanto empezaba a
cocer las campanillas se agitaban, y tocaban aquella
vieja melodía: ¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!
Pero lo más asombroso era que, si se ponía el dedo en el
vapor que se escapaba del puchero, enseguida se
adivinaba, por el olor, los manjares que se estaban
guisando en todos los hogares de la ciudad. ¡Desde luego
la rosa no podía compararse con aquello! He aquí que
acertó a pasar la princesa, que iba de paseo con sus
damas y, al oír la melodía, se detuvo con una expresión
de contento en su rostro; pues también ella sabía la
canción del "Querido Agustín".

Era la única que sabía
tocar, y lo hacía con un solo dedo. -¡Es mi canción!
-exclamó-. Este porquerizo debe ser un hombre de gusto.
Oye, vete abajo y pregúntale cuánto cuesta su
instrumento. Tuvo que ir una de las damas, pero antes se
calzó unos zuecos. -¿Cuánto pides por tu puchero?
-preguntó. -Diez besos de la princesa -respondió el
porquerizo. -¡Dios nos asista! -exclamó la dama. -Éste
es el precio, no puedo rebajarlo -, observó él. -¿Qué te
ha dicho? -preguntó la princesa. -No me atrevo a
repetirlo -replicó la dama-. Es demasiado indecente.
-Entonces dímelo al oído -. La dama lo hizo así. -¡Es un
grosero! -exclamó la princesa, y siguió su camino; pero
a los pocos pasos volvieron a sonar las campanillas, tan
lindamente: ¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!
-Escucha -dijo la princesa-. Pregúntale si aceptaría
diez besos de mis damas. -Muchas gracias -fue la réplica
del porquerizo-. Diez besos de la princesa o me quedo
con el puchero. -¡Es un fastidio! – exclamó la princesa
-.

Pero, en fin, poneos
todas delante de mí, para que nadie lo vea. Las damas se
pusieron delante con los vestidos extendidos; el
porquerizo recibió los diez besos, y la princesa obtuvo
la olla. ¡Dios santo, cuánto se divirtieron! Toda la
noche y todo el día estuvo el puchero cociendo; no había
un solo hogar en la ciudad del que no supieran lo que en
él se cocinaba, así el del chambelán como el del
remendón. Las damas no cesaban de bailar y dar palmadas.
-Sabemos quien comerá sopa dulce y tortillas, y quien
comerá papillas y asado. ¡Qué interesante!
-Interesantísimo -asintió la Camarera Mayor. -Sí, pero
de eso, ni una palabra a nadie; recordad que soy la hija
del Emperador. -¡No faltaba más! -respondieron todas-.
¡Ni que decir tiene! El porquerizo, o sea, el príncipe
-pero claro está que ellas lo tenían por un porquerizo
auténtico- no dejaba pasar un solo día sin hacer una
cosa u otra.

Lo siguiente que
fabricó fue una carraca que, cuando giraba, tocaba todos
los valses y danzas conocidos desde que el mundo es
mundo. -¡Oh, esto es superbe! -exclamó la princesa al
pasar por el lugar. -¡Nunca oí música tan bella! Oye,
entra a preguntarle lo que vale el instrumento; pero
nada de besos, ¿eh? -Pide cien besos de la princesa -fue
la respuesta que trajo la dama de honor que había
entrado a preguntar. -¡Este hombre está loco! -gritó la
princesa, echándose a andar; pero se detuvo a los pocos
pasos-. Hay que estimular el Arte -observó-. Por algo
soy la hija del Emperador. Dile que le daré diez besos,
como la otra vez; los noventa restantes los recibirá de
mis damas. -¡Oh, señora, nos dará mucha vergüenza!
-manifestaron ellas. -¡Ridiculeces! -replicó la
princesa-. Si yo lo beso, también pueden hacerlo
ustedes.

No olviden que les
mantengo y les pago-. Y las damas no tuvieron más
remedio que resignarse. -Serán cien besos de la princesa
-replicó él- o cada uno se queda con lo suyo. -Poneos
delante de mí -ordenó ella; y, una vez situadas las
damas convenientemente, el príncipe empezó a besarla.
-¿Qué alboroto hay en la pocilga? -preguntó el
Emperador, que acababa de asomarse al balcón. Y,
frotándose los ojos, se caló los lentes-. Las damas de
la Corte que están haciendo de las suyas; bajaré a ver
qué pasa. Y se apretó bien las zapatillas, pues las
llevaba muy gastadas. ¡Demonios, y no se dio poca prisa!
Al llegar al patio se adelantó callandito, callandito;
por lo demás, las damas estaban absorbidas contando los
besos, para que no hubiese engaño, y no se dieron cuenta
de la presencia del Emperador, el cual se levantó de
puntillas. -¿Qué significa esto? -exclamó al ver el
besuqueo, dándole a su hija con la zapatilla en la
cabeza cuando el porquerizo recibía el beso número
ochenta y seis.

-¡Fuera todos de aquí!
-gritó, en el colmo de la indignación. Y todos hubieron
de abandonar el reino, incluso la princesa y el
porquerizo. Y he aquí a la princesa llorando, y al
porquerizo regañándole, mientras llovía a cántaros.
-¡Ay, mísera de mí! -exclamaba la princesa-. ¿Por qué no
acepté al apuesto príncipe? ¡Qué desgraciada soy!
Entonces el porquerizo se ocultó detrás de un árbol, y,
limpiándose la tizne que le manchaba la cara y
quitándose las viejas prendas con que se cubría, volvió
a salir espléndidamente vestido de príncipe, tan hermoso
y gallardo, que la princesa no tuvo más remedio que
inclinarse ante él. -He venido a decirte mi desprecio
-exclamó él-. Te negaste a aceptar a un príncipe digno.
No fuiste capaz de apreciar la rosa y el ruiseñor, y, en
cambio, besaste al porquerizo por una bagatela. ¡Pues
ahí tienes la recompensa! Y entró en su reino y le dio
con la puerta en las narices. Ella tuvo que quedarse
fuera y ponerse a cantar: ¡Ay, querido Agustín, todo
tiene su fin!
 



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