|
|
||
|
|
|
|||||||
hallaba un hombre de edad ya avanzada y con cara de
Pascuas, tan de Pascuas que, si no engañaba, debía de
ser el hombre más feliz del mundo. Y, efectivamente, lo
era, según él; se lo oí de su boca. Era danés,
compatriota mío y director de teatro ambulante. Llevaba
consigo a todo su personal, en una gran caja, pues era
titiritero. Su buen humor, que era innato, decía, había
sido además refinado por un estudiante de politécnico, y
en el experimento se había vuelto completamente feliz.
Yo no lo entendí de buenas a primeras, y entonces él me
aclaró toda la historia, que es la siguiente: -Fue en
Slagelse -comenzó el hombre-. Daba yo una representación
en la «Fonda del Correo», y la sala estaba
brillantísima, atestada de público; era un público que
aún no había hecho la primera comunión, si se exceptúan
dos o tres señoras ancianas.
De pronto se presentó
un personaje vestido de negro con aspecto de estudiante,
tomó asiento y, en el curso de la función, se río
sonoramente en los pasajes donde había que reír, y
aplaudió con toda justicia. Era un espectador
excepcional. Quise saber de quién se trataba, y me
dijeron que era un estudiante de último año de la
escuela Politécnica enviado para enseñar a las gentes de
las provincias. Mi espectáculo terminó a las ocho, pues
los pequeños deben acostarse temprano, y hay que pensar
en las conveniencias del público. A las nueve empezó el
profesor sus conferencias y experimentos, y yo acudí a
oírlo.
Era algo que valía la
pena ver y escuchar. La mayoría de las cosas que decía
quedaban por encima de mis horizontes, como suele
decirse, pero yo pensé para mis adentros: puesto que los
hombres somos capaces de descubrir todo esto, también
deberíamos poder alargar un poco más nuestra vida, antes
de que nos entierren. Lo que hacía eran pequeños
milagros, y, sin embargo, todo salía tan llano, tan
natural. En tiempos de Moisés y de los profetas, aquel
politécnico habría sido uno de los grandes sabios del
país, y en la Edad Media habría muerto en la hoguera. En
toda la noche no dormí, y cuando, al atardecer del
siguiente día, hubo nueva representación, a la cual
asistió también el estudiante, yo me sentí en plena
forma.
He oído decir de un
comediante que, cuando interpretaba papeles de
enamorado, pensaba sólo en una espectadora; actuaba para
ella, olvidándose del resto de la sala. El estudiante se
convirtió en mi «ella», mi único espectador, y trabajé
para él. Terminada la representación, fueron llamados a
escena todos los personajes, y el estudiante me hizo
llamar y me invitó a tomar un vaso de vino. Habló de mi
comedia, y yo hablé de su ciencia, y creo que los dos
disfrutamos por igual; pero yo quedé con la última
palabra, pues en su esfera había muchísimas cosas que no
sabía explicar satisfactoriamente, por ejemplo, el hecho
de que un trozo de hierro que cae por una espiral quede
magnetizado.
¿Qué significa esto?
Viene el espíritu sobre él, pero, ¿de dónde le viene? Es
lo mismo que ocurre con los seres humanos, pienso yo. El
buen Dios les hace dar volteretas a través de la espiral
del tiempo, y el espíritu baja sobre ellos, y de este
modo sale un Napoleón, un Lutero u otro personaje por el
estilo. «El mundo entero es un montón de obras
milagrosas -dijo el estudiante-, pero estamos tan
acostumbrados, que las consideramos ordinarias».
Y siguió hablando y
explicando, hasta que al fin me daba la impresión de que
se me abría el cráneo, y le confesé sinceramente que, de
no sentirme tan viejo, enseguida me habría ido a
estudiar a la Escuela Politécnica para aprender cómo
está hecho el mundo, a pesar de ser, como soy, uno de
los hombres más felices. «¡Uno de los más felices!
-repitió él, como si lo saborease-. ¿Es usted feliz?»,
preguntó. «Sí -respondí , soy feliz y bien recibido en
todas las ciudades donde me presento con mi compañía».
Cierto que hay un deseo que a veces me acosa como un
duende, una pesadilla que reprime mi buen humor:
quisiera ser director de teatro de una compañía de carne
y hueso, de una verdadera compañía de personas.
«¿Desea usted infundir
vida a sus marionetas? ¿Desea que se conviertan en
cómicos de verdad y usted en su director? -dijo-. ¿Cree
que entonces sería completamente feliz?». Él no lo
creía, pero yo sí. Seguimos hablando sin llegar a
ponernos de acuerdo, pero chocamos los vasos, y el vino
era excelente, sólo que debía estar embrujado, pues de
otro modo la historia terminaría en que yo me
emborraché. Y, sin embargo, no fue así; conservaba la
cabeza clara. En la habitación parecía como si diera el
sol; de los ojos del estudiante emanaba un resplandor
que me hizo pensar en los dioses antiguos, eternamente
jóvenes, cuando peregrinaban aún por la Tierra. Se lo
dije y se sonrió; yo habría jurado que era un dios
disfrazado o un miembro de su familia, y, en efecto, lo
era.
Mi mayor deseo iba a
verse realizado; las marionetas cobrarían vida, y yo
sería director, de una compañía de comediantes de carne
y hueso. Chocamos los vasos y los vaciamos por la
realización del milagro. Él cogió todos los muñecos de
la caja, me los ató a la espalda y me lanzó luego por
una espiral. Todavía siento las volteretas que daba,
hasta que llegué al suelo, y toda la compañía saltó
fuera de la caja. El espíritu había bajado sobre todos
los personajes; las marionetas se habían transformado en
excelentes artistas, ellas mismas lo decían, y yo era su
director. Todo estaba dispuesto para la primera
representación: la compañía entera quería hablar
conmigo, y el público, también.
La bailarina dijo que
si no se sostenía sobre una pierna, la casa se vendría
al suelo, que ella era la primera figura y quería ser
tratada como tal. La que representaba el papel de
emperatriz se empeñó en ser tratada de majestad incluso
fuera de la escena, pues de otro modo perdería la
práctica. El que no tenía más misión que la de salir con
una carta en la mano, se daba tanta importancia como el
primer galán, pues, decía, todos intervienen por igual
en el conjunto artístico, tanto los pequeños como los
grandes. Después el héroe exigió que todo papel se
compusiera de escenas finales, pues entonces era cuando
lo aplaudían. La «prima donna» se negaba a salir como no
fuera con luz roja, alegando que ésta le sentaba bien,
al contrario de la azul. Aquello parecía una botella
llena de moscas, y yo, el director, me encontraba en
medio de ellas. Me faltaba aire, perdí la cabeza, me
sentía tan miserable como pueda ser una criatura humana.
Estaba entre una nueva
especie de seres, deseaba volver a tenerlos a todos en
la caja, y maldecía la hora en que había querido ser
director. Les dije, sin rodeos, que en el fondo todos
eran títeres, y entonces arremetieron contra mí y me
mataron. Desperté tendido en mi cama, en mi habitación.
Cómo fui transportado allí, y si lo hizo el estudiante,
es cosa que él debe saberlo; lo que es yo, lo ignoro. La
luna brillaba en el suelo, donde aparecía volcada la
caja, con todos los muñecos revueltos, grandes y
pequeños, la compañía entera. Yo, ni corto ni perezoso,
salté del lecho, y en un momento todos volvieron a estar
en la caja, unos de cabeza, otros de pie.
Puse la tapa y me senté
encima; era digno de pintarlo. ¿Se imaginan ustedes el
cuadro? Yo sí. «Ahora se van a quedar todos aquí -dije-,
y nunca más desearé que sean de carne y huesos». Me
sentía aliviadísimo, el más feliz de los hombres. El
estudiante politécnico me había iluminado; completamente
dichoso, me quedé dormido sobre la caja. A la mañana
siguiente -en realidad, a mediodía, pero es que me
desperté muy tarde- seguía aún allí, feliz, porque había
comprendido que mi antiguo y único deseo era una
estupidez.
Pregunté por el
estudiante, pero se había marchado, lo mismo que hacían
los dioses griegos y romanos. Y desde aquel día soy el
hombre más venturoso de la Tierra. Soy un director
feliz, mi personal no discute, y el público tampoco,
pues se divierte con toda el alma. Puedo hilvanar mis
obras como se me antoja; de cada comedia saco lo mejor,
según me parece, y nadie se molesta por ello. Me sirvo
de obras que están ya desechadas en los grandes teatros,
pero que hace treinta años el público corría a verlas y
lloraba con ellas a moco tendido.
Las presento a los
pequeños, los cuales lloran como antaño lo hicieron sus
padres. Represento «Johanna Montfaucon» y «Dyveke»,
aunque abreviadas, porque los chiquillos no aguantan los
largos coloquios amorosos; lo quieren desgraciado, pero
rápido. He recorrido toda Dinamarca, conozco a sus
gentes y soy de ellas conocido. He pasado ahora a
Suecia, y si aquí me acompaña la suerte y me saco mis
buenas perras, me haré escandinavo y nada más; se lo
digo como compatriota. Y yo, como compatriota, lo
cuento, naturalmente, sólo por contarlo.
|
|