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La niña que pisoteó el pan
 

Autor:




Hans Christian
Andersen
   
   
Había una vez una niña que
pisoteó el pan para no ensuciarse los zapatos y lo pasó
muy mal.



Era una niña hija de padres pobres, pero orgullosa y
altanera; tenía mal fondo, como suele decirse. Ya de muy
pequeña se divertía cazando moscas, arrancándoles las
alas y soltándolas luego. Cazaba también escarabajos y
abejorros, los clavaba en una aguja y los ponía sobre
una hoja verde o un pedazo de papel; la bestezuela se
agarraba a él y hacia toda clase de contorsiones para
librarse de la aguja.



-¡El abejorro está leyendo! -exclamaba la pequeña Inger,
que así se llamaba-, fíjense cómo vuelve la página.



A medida que fue creciendo, en vez de mejorar puede
decirse que se volvió peor. Hermosa sí lo era, para su
desgracia, pues de otro modo habría llevado buenos
azotes.



-¡Una buena paliza, necesitarías! –le decía su propia
madre-. De pequeña me has pisoteado muchas veces el
delantal; mucho me temo que de mayor me pisotees el
corazón.



Y así fue.



Entró a servir en una casa de personas distinguidas, que
la trataron como a su propia hija, vistiéndola como tal,
con lo que creció aún su arrogancia.



Al cabo de un año le dijo su señora:



-Deberías visitar a tus padres, mi querida Inger.



Fue, pero solamente para exhibirse. Quería que viesen lo
guapa que se había vuelto. Mas al llegar a la entrada
del pueblo y ver a las muchachas y los mozos charlando
en el estanque, y a su madre descansando sentada en una
piedra, pues venía cargada con un haz de leña que había
recogido en el bosque, Inger dio media vuelta. Se
avergonzaba de tener por madre a aquella tosca mujer
cargada con un haz de leña, ahora que iba tan lindamente
vestida. No le remordió haberse vuelto; sólo sentía
enojo por haberse acicalado para nada.



Transcurrió otro medio año.



-Deberías ir a tu casa a ver a tus padres, querida Inger
-volvió a decirle su señora-. Ahí tienes un pan de
trigo; puedes llevárselo. Estarán contentos de verte.



Inger se puso el mejor vestido y los zapatos nuevos.
Levantándose la bonita falda, caminaba con gran
precaución para no ensuciarse el calzado. Ningún mal
había en ello, claro está. Pero llegada al punto en que
el sendero cruzaba un cenagal y el agua formaba un gran
charco, tiró el pan al suelo, en medio del barro, para
poder apoyar el pie sobre él y no mojarse los zapatos. Y
mientras estaba con un pie sobre el pan y con el otro
levantado, se hundió el pan y la muchacha desapareció en
el agua. Un momento después sólo se veía una negra
charca burbujeante.



Así dice la historia.



Pero, ¿qué fue de ella? Pues fue a parar a la mansión de
la mujer del pantano, que habita en su fondo. La mujer
del pantano es la tía de las elfas. Éstas son muy
conocidas, pues andan por ahí en canciones y las han
pintado muchas veces; pero de la mujer la gente sólo
sabe que cuando en verano salen de los prados vahos y
vapores, es que ella está preparando cerveza.
Precisamente fue a parar Inger a su destilería, donde no
es posible aguantar mucho tiempo. Una cloaca cenagosa es
un aposento claro y lujoso en comparación con la
destilería de la mujer del pantano. Los barriles apestan
de tal modo, que al olerlos uno cae sin sentido. Estos
barriles están apilados unos sobre otros, y por los
pequeños espacios que quedan entre ellos, y que podrían
servir para escabullirse, asoman sapos viscosos y gordas
culebras que yacen allí en un revoltijo.



Pues allí fue a dar con sus huesos la pequeña Inger. Y
aquel repugnante hormiguero era tan terriblemente
helado, que la chica tiritaba de pies a cabeza y sentía
que se iba quedando aterida. Seguía aferrada al pan, el
cual la atraía cada vez más abajo, como un botón de
ámbar atrae una pajuela.



La mujer estaba en casa. Precisamente aquel día el
diablo y su abuela habían ido a visitar la destilería.
Esta abuela es una bruja muy vieja y perversa, que nunca
está ociosa. Jamás sale sin llevarse su labor de
costura; también la traía en aquella ocasión. Estaba
cosiendo insidias en el calzado de los hombres para
hacerles perder el sosiego; bordaba mentiras y palabras
ponzoñosas, dejadas caer por descuido, todo para daño y
perdición de las personas. Sí, sabía coser, bordar y
hacer ganchillo, la vieja bruja.



Al ver a Inger, se caló las gafas y la examinó con
atención.



-Esta es una chica que tiene buenas prendas -dijo-. Me
gustaría que me la regalaras, como recuerdo de esta
visita. Puesta sobre un pedestal, será un buen adorno
para el vestíbulo de mi nieto.



Y se la dieron, con lo cual la pequeña Inger fue a parar
al infierno. No siempre se va directamente a él; también
se puede llegar por caminos indirectos, cuando uno tiene
disposición.



Era un vestíbulo interminable; les entraría vértigo si
lo miran hacia delante, y lo mismo si lo miran hacia
atrás. Se agolpaba en él una gran multitud, con el
corazón roído de angustia. Aguardaban a que les abriesen
la puerta de la gracia. ¡Ya podían esperar! Grandes
arañas, gordas y tambaleantes, les rodeaban los pies con
telas milenarias, que les apretaban como torniquetes y
les sujetaban como cadenas de cobre; y sobre eso reinaba
una eterna inquietud, la inquietud de la pena de cada
alma. El avaro se había olvidado la llave de su caja de
caudales, y sabía que la había dejado en la cerradura.
Resultaría demasiado largo enumerar todos los tormentos
y penalidades que allí se sufrían. Inger, puesta sobre
un pedestal, con los pies clavados al pan, sufría
indeciblemente.



-¡Así le pagan a una por haber procurado no ensuciarse
los pies! -decía para sus adentros- ¡Oh! ¿Por qué me
miran todos con esos ojos?



Porque en efecto, todos la miraban; sus malos
pensamientos se les reflejaban en los ojos y hablaban
sin abrir la boca. Era espantoso verlos.



"¡Debe ser un regalo mirarme -pensó Inger-, con mi
bonita cara y mis buenos vestidos!"; y volvió los ojos,
pues no podía volver la cabeza, con lo rígida que tenía
la nuca. ¡Señor, y cómo se había emporcado en la
destilería! En esto no había pensado. Sus ropas
aparecían como recubiertas de una gran mancha de barro;
una culebra se le había enroscado en el pelo y se
columpiaba sobre su pescuezo, y de cada pliegue del
vestido salía un sapo, que ladraba como un perrillo
asmático. Resultaba muy molesto. "Cuantos están aquí
tienen un aspecto tan horrible como yo", se dijo para
consolarse.



Mas lo peor era el hambre espantosa que la atormentaba.
¿No podía bajarse a coger un poco del pan que le servía
de base? Pues no; tenía el dorso envarado, los brazos y
manos rígidos, todo el cuerpo como una columna de
piedra. Solamente podía mover los ojos, revolverlos del
todo y hasta mirar a sus espaldas. Esto es lo que hizo;
pero, ¡qué horror! Vio subir por sus ropas una larga
hilera de moscas, que treparon hasta su cara, pasando y
volviendo a pasar sobre sus ojos. Ella bien parpadeaba,
pero los insectos no se marchaban, pues no podían volar;
les habían arrancado las alas, y ahora sólo podían
andar.



¡Qué tormento aquél!, y por añadidura el hambre. Al fin
le parecía que los intestinos se devoraban a sí mismos,
y se sintió vacía por dentro, terriblemente vacía.



-Como esto se prolongue, no podré resistirlo –dijo-.
Pero no había más remedio que aguantar, y el tormento
continuaba.



Cayó entonces sobre su cabeza una lágrima ardiente que,
rodándole por la cara y el pecho, fue a parar sobre el
pan; y luego otras lágrimas, y otras muchas. ¿Quién
lloraba por la pobre Inger? ¿No tenía acaso una madre en
la Tierra? Las lágrimas de dolor que una madre derrama
por sus hijos, alcanzan siempre a éstos, pero no los
redimen; queman y sólo contribuyen a aumentar sus
sufrimientos. Y luego aquel hambre insufrible, sin poder
llegar al pan que tenía bajo el pie. Al fin experimentó
la sensación de tener consumidas todas las entrañas y
ser como una delgada caña hueca que captaba todos los
sonidos. Oía claramente cuanto sobre ella decían en la
Tierra, y por cierto que todo eran palabras duras y de
censura. Su madre lloraba lágrimas salidas de su
afligido corazón, pero exclamaba al mismo tiempo:



-¡La soberbia trae la caída! Esta fue tu desgracia,
Inger. ¡Cómo afligiste a tu madre!



Todos los de allá arriba conocían su pecado, sabían que
había pisoteado el pan y que se había hundido y
desaparecido. El pastor, que lo había visto todo desde
una altura, lo había contado.



-¡Cuántas penas me has causado, Inger! – e lamentaba la
buena mujer-. ¡Bien me lo temía!



"¡Ay! ¡Mejor me hubiera sido no nacer! -pensó Inger-.
¿De que pueden servirme ya las lágrimas de mi madre?".



Oyó cómo sus señores, aquellas gentes bondadosas que la
habían tratado como a su propia hija, decían:



-¡Era una chica perversa! En vez de respetar los dotes
de Dios Nuestro Señor, los pisoteó. Difícilmente se le
abrirán las puertas de la gracia.



"Debieron de haberme educado mejor -pensó Inger-. ¡Por
qué no me corrigieron mis caprichos y defectos, si es
que los tenía!".



Oyó cantar una canción que hablan compuesto sobre ella,
y que se titulaba: "La muchacha orgullosa que pisoteó el
pan para no mancharse los zapatos", y que se difundió
por toda la comarca.



"¡Tener que oír todo esto y padecer tanto, además!
–pensaba-. ¿Por qué no se castiga a los demás por sus
pecados? ¡Cuánto habría que castigar! ¡Oh, qué
sufrimiento!".



Y su alma se endurecía más aún que su exterior.



-¿Y en esta compañía quieren que me mejore? ¡No quiero
corregirme! ¡Uf, con qué ojos desencajados me miran!



Y en su corazón había sólo enojo y rencor hacia todos
los hombres.



-Así tienen allá arriba algo de qué hablar. ¡Ay, cómo me
atormentan!



Y después oyó cómo contaban su historia a los niños, y
los pequeños la llamaban la impía Inger.



-Era tan mala -decían- y tan fea, que es de suponer que
ha hallado el castigo, merecido.



De la boca de los niños no salían sino palabras duras
contra ella.



Sin embargo, un día que la roían como de costumbre la
ira y el hambre, oyó que pronunciaban su nombre y
contaban su historia a una criaturita inocente, una
niña, la cual prorrumpió en llanto al escuchar la
narración sobre aquella Inger soberbia y coqueta.



-¿Y nunca más volverá a la Tierra? -preguntó la
chiquilla.



Y le respondieron:



-Nunca más.



-Pero, ¿y si pidiese perdón y prometiese no volver a
hacerlo?



-Pero es que no quiere pedir perdón -contestaron.



-¡Oh, yo quiero que se arrepienta! -exclamó la pequeña,
desconsolada-. Daría toda mi casa de muñecas a cambio de
que pudiese volver. ¡Debe ser tan horrible para la pobre
Inger!



Aquellas palabras llegaron al corazón de Inger, que
sintió un gran alivio. Era la primera vez que alguien
decía: "¡Pobre Inger!", sin añadir nada acerca de sus
pecados. Una niñita inocente lloraba y rogaba por ella;
le pareció tan maravilloso, que también ella habría
llorado; pero no podía y aquello fue un nuevo tormento.



En la Tierra iban transcurriendo los años, pero allá
abajo nada cambiaba. Sólo que cada día llegaban a sus
oídos menos conversaciones acerca de ella. Una vez
distinguió un suspiro:



-Inger, Inger -era su madre moribunda-, ¡cuántas penas
me has costado! ¡Bien lo presentí!



Alguna que otra vez pronunciaban su nombre sus antiguos
señores, y la anciana solía exclamar con su dulce acento
habitual: ¡Quién sabe si algún día volveré a verte,
Inger! Uno no sabe nunca adónde va.



Pero Inger comprendía perfectamente que su bondadosa ama
no iría a parar nunca al sitio donde estaba ella.



Y transcurrió otro período de tiempo, largo y duro.



Y he aquí que Inger oyó otra vez pronunciar su nombre, y
al mismo tiempo vio que sobre ella centelleaban dos
límpidas estrellas. Eran dos ojos dulces, que se
cerraban sobre la Tierra. Habían pasado tantos años
desde que la niñita había llorado inconsolable por la
suerte de la pobre Inger, que aquella criaturita se
había transformado en una anciana, a quien Dios se
disponía a llamar a su seno. Y en el preciso momento en
que sus pensamientos se desprendían de toda la vida
terrena para elevarse al cielo, se acordó de que, siendo
muy niña, había llorado al oír la historia de Inger.
Aquel tiempo y aquella impresión se presentaron con tal
intensidad en el alma de la anciana a la hora de la
muerte, que, en voz alta, rezó esta oración: "Señor,
Dios mío, ¡cuántas veces no he pisoteado, como Inger,
los dones de Tu gracia sin detenerme a pensarlo!
¡Cuántas veces he pecado de soberbia, y, sin embargo,
Tú, en tu misericordia, no has permitido que me
perdiera, sino que me has sostenido! ¡No me abandones en
mi última hora!".



Los ojos corporales de la anciana se cerraron, y los
ojos de su espíritu se abrieron al mundo de las cosas
ocultas. Y como Inger había ocupado sus últimos
pensamientos, la vio, vio lo hondo que había caído, y
ante el espectáculo, los ojos de la buena mujer se
llenaron de lágrimas. Se presentó en el reino de los
cielos como un niño, llorando por causa de Inger. Sus
lágrimas y oraciones resonaban como un eco en la hueca
envoltura de allá abajo, que cubría el alma encadenada y
atormentada; y se sintió como vencida por aquel amor
nunca soñado de que inesperadamente era objeto: un ángel
del Señor lloraba por ella. ¿Cómo había merecido aquella
piedad? El alma atormentada pasó revista a todas las
acciones de su existencia terrena, y la sacudió un
torrente de lágrimas como jamás había derramado. La
invadieron una gran aflicción y tristeza, le pareció que
nunca se abrirían para ella las puertas de la gracia, y
mientras así lo veía con un íntimo sentimiento de
contrición, de repente un rayo de luz penetró en los
abismos infernales. Aquel rayo se acercaba con una
fuerza mayor que la del sol que derrite el muñeco de
nieve levantado por los niños en el patio; y con mayor
rapidez que se funde el copo de nieve que, cayendo en la
boca del niño, se convierte en una, gota de agua, se
fundió también en vapor la figura petrificada de Inger.
Un pajarillo se elevó volando, con el zigzag del rayo,
hacia el mundo de los humanos, pero, temeroso y tímido,
retrocedió ante el espectáculo que veía. Sentía
vergüenza de sí mismo y de todos los seres vivos, y se
apresuró a buscar un refugio en un agujero oscuro, que
descubrió en un muro derruido. Se quedó allí hecho un
ovillo, temblando con todo el cuerpo, sin articular un
sonido, pues carecía de voz. Permaneció inmóvil largo
rato antes de poder acostumbrarse a toda aquella
magnificencia y de ser capaz de comprenderla. Sí, era
magnífico lo que te rodeaba. ¡El aire era tan puro, tan
claro el brillo de la luna, tan dulce la fragancia de
los árboles y plantas! Y, además, había tanto silencio y
tanto misterio en aquel lugar, y su plumaje era tan
nítido y tan lindo. ¡Cuánto amor y cuánta grandeza había
en todo lo creado! Todos estos pensamientos que se
agitaban en el pecho del avecilla, habría querido
exteriorizarlos ella en un canto, pero no podía. ¡Cuán a
gusto se habría echado a cantar, como lo hacen en
primavera el cuclillo y el ruiseñor! Dios Nuestro Señor,
que percibe incluso el mudo canto del gusano, oyó
también aquél que se elevaba en acordes mentales, como
el salmo resonaba en el pecho de David antes de ser
expresado en palabra y en melodía.



Aquellas canciones sin palabras fueron creciendo y
madurando en el curso de las semanas. Romperían al
primer aletazo de una buena acción. Era necesario que
esta buena acción se realizase.



Se acercaba la santa fiesta de la Nochebuena. El
campesino clavó una percha junto a la pared, y sujetó en
ella una gavilla de avena sin trillar para que también
las avecillas del cielo pudiesen celebrar las Navidades
con una buena comida, en memoria del advenimiento del
Redentor.



Salió el sol la mañana de Navidad e iluminó la gavilla
de avena, y todos los pajarillos acudieron piando a la
percha cargada de comida. También en la pared resonó un
"¡pip, pip!". El pensamiento se manifestaba en sonidos,
el débil piar era un himno de alegría, la idea de una
buena acción se había despertado, y el pájaro salió de
su agujero. Allá en el cielo sabían muy bien quién era
aquel pájaro.



El invierno era riguroso, las aguas estaban heladas, las
aves y demás animales del bosque apenas encontraban
alimento. Nuestro pajarillo salió volando a la carretera
y, poniéndose a buscar, encontró un granito aquí y otro
allí, por entre las huellas de los trineos. Junto a la
cuadra descubrió un mendrugo de pan, del cual comió sólo
unas miguitas, y fue a llamar a los demás gorriones
hambrientos para que participasen del festín. Después
salió volando hacia las ciudades, y donde quiera que
descubría en una ventana migas de pan esparcidas por una
mano piadosa, comía unas pocas y daba el resto a los
demás.



En el curso del invierno, el pájaro había recogido y
repartido una cantidad de migas equivalente en peso al
pan que un día pisoteara Inger para no ensuciarse los
zapatos. Y en el momento en que hubo encontrado y dado
la última miguita, las alas pardas de la avecilla se
volvieron blancas y se extendieron.



-¡Miren la gaviota que vuela sobre el mar! -exclamaron
los niños al ver la blanca ave que tan pronto se
sumergía en el agua como se encontraba nuevamente a la
luz del sol. Tenía un brillo tan intenso, que era
imposible seguirla, y se perdió de vista. Los niños
dijeron que se había ido al sol.



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