Pegaojos

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Pegaojos
 

Autor:




Hans Christian
Andersen
   
   

En todo el mundo no hay quien sepa tantos cuentos como
Pegaojos. ¡Señor, los que sabe!



Al anochecer, cuando los niños están aún sentados a la
mesa o en su escabel, viene un duende llamado Pegaojos;
sube la escalera quedito, quedito, pues va descalzo,
sólo en calcetines; abre las puertas sin hacer ruido y,
¡chitón!, vierte en los ojos de los pequeñuelos leche
dulce, con cuidado, con cuidado, pero siempre bastante
para que no puedan tener los ojos abiertos y, por tanto,
verlo. Se desliza por detrás, les sopla levemente en la
nuca y los hace quedar dormidos. Pero no les duele, pues
Pegaojos es amigo de los niños; sólo quiere que se estén
quietecitos, y para ello lo mejor es aguardar a que
estén acostados. Deben estarse quietos y callados, para
que él pueda contarles sus cuentos.



Cuando ya los niños están dormidos, Pegaojos se sienta
en la cama. Va bien vestido; lleva un traje de seda,
pero es imposible decir de qué color, pues tiene
destellos verdes, rojos y azules, según como se vuelva.
Y lleva dos paraguas, uno debajo de cada brazo.



Uno de estos paraguas está bordado con bellas imágenes,
y lo abre sobre los niños buenos; entonces ellos durante
toda la noche sueñan los cuentos más deliciosos; el otro
no tiene estampas, y lo despliega sobre los niños
traviesos, los cuales se duermen como marmotas y por la
mañana se despiertan sin haber tenido ningún sueño.



Ahora veremos cómo Pegaojos visitó, todas las noches de
una semana, a un muchachito que se llamaba Federico,
para contarle sus cuentos. Son siete, pues siete son los
días de la semana.



Lunes



-Atiende -dijo Pegaojos, cuando ya Federico estuvo
acostado-, verás cómo arreglo todo esto.



Y todas las flores de las macetas se convirtieron en
altos árboles, que extendieron las largas ramas por
debajo del techo y por las paredes, de modo que toda la
habitación parecía una maravillosa glorieta de follaje;
las ramas estaban cuajadas de flores, y cada flor era
más bella que una rosa y exhalaba un aroma delicioso; y
si te daba por comerla, sabía más dulce que mermelada.



Había frutas que relucían como oro, y no faltaban
pasteles llenos de pasas. ¡Un espectáculo inolvidable!
Pero al mismo tiempo salían unas lamentaciones terribles
del cajón de la mesa, que guardaba los libros escolares
de Federico.



-¿Qué pasa ahí? -inquirió Pegaojos, y, dirigiéndose a la
mesa, abrió el cajón. Algo se agitaba en la pizarra,
rascando y chirriando: era una cifra equivocada que se
había deslizado en la operación de aritmética, y todo
andaba revuelto, que no parecía sino que la pizarra iba
a hacerse pedazos. El pizarrín todo era saltar y brincar
atado a la cinta, como si fuese un perrillo ansioso de
corregir la falta; mas no lo lograba. Pero lo peor era
el cuaderno de escritura. ¡Qué de lamentos y quejas!
Partían el alma. De arriba abajo, en cada página, se
sucedían las letras mayúsculas, cada una con una
minúscula al lado; servían de modelo, y a continuación
venían unos garabatos que pretendían parecérseles y eran
obra de Federico; estaban como caídas sobre las líneas
que debían servirles para tenerse en pie.



-Miren, tienen que poner así -decía la muestra-. ¿Ven?
Así, inclinadas, con un trazo vigoroso.



-¡Ay! ¡qué más quisiéramos nosotras! -gimoteaban las
letras de Federico-. Pero no podemos; ¡somos tan
raquíticas!



– Entonces les voy a dar un poco de aceite de hígado de
bacalao -dijo Pegaojos.



-¡Oh, no! -exclamaron las letras, y se enderezaron que
era un primor.



-Pues ahora no hay cuento -dijo el duende-. Ejercicio es
lo que conviene a esas mocosuelas. ¡Un, dos, un, dos!



Y siguió ejercitando a las letras, hasta que estuvieron
esbeltas y perfectas como la propia muestra. Mas por la
mañana, cuando Pegaojos se hubo marchado, Federico las
miró y vio que seguían tan raquíticas como la víspera.



Martes



No bien estuvo Federico en la cama, Pegaojos, con su
jeringa encarnada, roció los muebles de la habitación, y
enseguida se pusieron a charlar todos a la vez, cada uno
hablando de sí mismo. Sólo callaba la escupidera, que,
muda en su rincón se indignaba al ver la vanidad de los
otros, que no sabían pensar ni hablar más que de sus
propias personas, sin ninguna consideración a ella, que
se estaba tan modesta en su esquina, dejando que todo el
mundo le escupiera.



Encima de la cómoda colgaba un gran cuadro en un marco
dorado; representaba un paisaje, y en él se veían viejos
y corpulentos árboles, y flores entre la hierba, y un
gran río que fluía por el bosque, pasando ante muchos
castillos para verterse, finalmente, en el mar
encrespado.



Pegaojos tocó el cuadro con su jeringa mágica, y los
pájaros empezaron a cantar; las ramas, a moverse, y las
nubes, a desfilar, según podía verse por las sombras que
proyectaban sobre el paisaje.



Entonces Pegaojos levantó a Federico hasta el nivel del
marco y lo puso de pie sobre el cuadro, entre la alta
hierba; y el sol le llegaba por entre el ramaje de los
árboles. Echó a correr hacia el río y subió a una
barquita; estaba pintada de blanco y encarnado, la vela
brillaba como plata, y seis cisnes, todos con coronas de
oro en torno al cuello y una radiante estrella azul en
la cabeza, arrastraban la embarcación a lo largo de la
verde selva; los árboles hablaban de bandidos y brujas,
y las flores, de los lindos silfos enanos y de lo que
les habían contado las mariposas.



Peces magníficos, de escamas de oro y plata, nadaban
junto al bote, saltando de vez en cuando fuera del agua
con un fuerte chapoteo, mientras innúmeras aves rojas y
azules, grandes y chicas, lo seguían volando en largas
filas, y los mosquitos danzaban, y los abejorros no
paraban de zumbar: «¡Bum, bum!». Todos querían seguir a
Federico, y todos tenían una historia que contarle.



¡Vaya excursioncita! Tan pronto el bosque era espeso y
oscuro, como se abría en un maravilloso jardín, bañado
de sol y cuajado de flores. Había vastos palacios de
cristal y mármol con princesas en sus terrazas, y todas
eran niñas a quienes Federico conocía y con las cuales
había jugado. Todas le alargaban la mano y le ofrecían
pastelillos de mazapán, mucho mejores que los que vendía
la mujer de los pasteles. Federico agarraba el dulce por
un extremo, pero la princesa no lo soltaba del otro, y
así, al avanzar la barquita se quedaban cada uno con una
parte: ella, la más pequeña; Federico, la mayor. Y en
cada palacio había príncipes de centinela que, sables al
hombro, repartían pasas y soldaditos de plomo.



¡Bien se veía que eran príncipes de veras!



El barquito navegaba ora por entre el bosque, ora a
través de espaciosos salones o por el centro de una
ciudad; y pasó también por la ciudad de su nodriza, la
que lo había llevado en brazos cuando él era muy
pequeñín y lo había querido tanto; y he aquí que la
buena mujer le hizo señas con la cabeza y le cantó
aquella bonita canción que había compuesto y enviado a
Federico:



¡Cuánto te recuerdo, mi niño querido,

Mi dulce Federico, jamás te olvido!

Besé mil veces tu boquita sonriente,

Tus párpados suaves y tu blanca frente.

Oí de tus labios la palabra primera

Y hube de separarme de tu vera.

¡Bendígate Dios en toda ocasión,

Ángel que llevé contra mi corazón!

Y todas las avecillas le hacían coro, y las flores
bailaban sobre sus peciolos, y los viejos árboles
inclinaban, complacidos, las copas, como si también a
ellos les contase historias Pegaojos.



Miércoles



¡Qué manera de llover! Federico oía la lluvia en sueños,
y como a Pegaojos le dio por abrir una ventana, el
pequeño vio cómo el agua llegaba hasta el antepecho,
formando un lago inmenso. Pero junte a la casa flotaba
un barco soberbio.



-Si quieres embarcar, Federico -dijo Pegaojos-, esta
noche podrías irte por tierras extrañas y mañana estar
de vuelta.



Y ahí tenéis a Federico, con sus mejores vestidos
domingueros, embarcado en la magnífica nave. En un tris
se despejó el cielo y el barco, con las velas
desplegadas, avanzó por las calles, contorneó la iglesia
y fue a salir a un mar inmenso. Y siguieron navegando
hasta que desapareció toda tierra, y vieron una bandada
de cigüeñas que se marchaban de su país en busca de otro
más cálido. Las aves volaban en fila, una tras otra, y
estaban ya lejos, muy lejos. Una de ellas se sentía tan
cansada, que sus alas casi no podían ya sostenerla; era
la última de la hilera, y volaba muy rezagada.
Finalmente, la vio perder altura, con las alas
extendidas, y aunque pegó unos aletazos, todo fue
inútil. Tocó con las patas el aparejo del barco, se
deslizó vela abajo y, ¡bum!, fue a caer sobre la
cubierta.



La cogió el grumete y la metió en el gallinero, con los
pollos, los gansos y los pavos; pero la pobre cigüeña se
sentía cohibida entre aquella compañía.



-¡Miren a ésta! -exclamaron los pollos.



El pavo se hinchó tanto como pudo y le preguntó quién
era. Los patos todo era andar a reculones, empujándose
mutuamente y gritando: «¡Cuidado, cuidado!».



La cigüeña se puso a hablarles de la tórrida África, de
las pirámides y las avestruces, que corren por el
desierto más veloces que un camello salvaje. Pero los
patos no comprendían sus palabras, y reanudaron los
empujones:



-Estamos todos de acuerdo en que es tonta, ¿verdad?.



-Claro que es tonta! -exclamó el pavo, y soltó unos
graznidos.



Entonces la cigüeña se calló y se quedó pensando en su
África.



-¡Qué patas tan delgadas tiene usted! -dijo la pava-. ¿A
cuánto la vara?



«¡Cuac, cuac, cuac!», graznaron todos los gansos; pero
la cigüeña hizo como si no los oyera.



-¡Por qué no te ríes con nosotros? -le dijo la pava-.
¿No te parece graciosa mi pregunta? ¿O es que está por
encima de tu inteligencia? ¡Bah! ¡Qué espíritu tan
obtuso! Mejor será dejarla. –



Y soltó otro graznido, mientras los patos coreaban: «¡Cuac,
cuac! ¡cuac, cuac!». ¡Dios mío, y cómo se divertían!



Pero Federico fue al gallinero, abrió la puerta y llamó
a la cigüeña, que muy contenta lo siguió a la cubierta
dando saltos.



Estaba ya descansada, y con sus inclinaciones de cabeza
parecía dar las gracias a Federico. Desplegó luego las
alas y emprendió nuevamente el vuelo hacia las tierras
cálidas, mientras las gallinas cloqueaban, los patos
graznaban, y al pavo se le ponía toda la cabeza
encendida.



-¡Mañana haremos una buena sopa contigo! -le dijo
Federico, y en esto se despertó, y se encontró en su
camita. ¡Qué extraño viaje le había procurado aquella
noche Pegaojos.



Jueves



-¿Sabes qué? -dijo el duende-. Voy a hacer salir un
ratoncillo, pero no tengas miedo.



Y le tendió la mano, mostrándole el lindo animalito.



-Ha venido a invitarte a una boda. Esta noche se casan
dos ratoncillos. Viven abajo, en la despensa de tu
madre; ¡es una vivienda muy hermosa!



-Pero ¿cómo voy a pasar por la ratonera? -preguntó
Federico.



-Déjalo por mi cuenta -replicó Pegaojos-; verás cuán
pequeño te vuelvo.



Y lo tocó con su jeringuita mágica, y enseguida Federico
se fue reduciendo, reduciendo, hasta no ser más largo
que un dedo.



-Ahora puedes pedirle su uniforme al soldado de plomo;
creo que te sentará bien, y en sociedad lo mejor es
presentarse de uniforme.



-Desde luego -respondió Federico, y en un momento estuvo
vestido de soldado de plomo.



-¿Hace el favor de sentarse en el dedal de su madre?
-preguntó el ratoncito-. Será para mí un honor llevarlo.



-Si la señorita es tan amable -dijo Federico; y salieron
para la boda.



Primero llegaron a un largo corredor del sótano, junto
lo bastante alto para que pudiesen pasar con el dedal; y
en toda su longitud estaba alumbrado con la
fosforescencia de madera podrida.



-¿Verdad que huele bien? -dijo el ratón que lo llevaba-.
Han untado todo el pasillo con corteza de tocino. ¡Ay,
que cosa tan rica!



Así llegaron al salón de la fiesta. A la derecha se
hallaban reunidas todas las ratitas, cuchicheando y
hablándose al oído, qué no parecía sino que estuviesen a
partir un piñón; y a la izquierda quedaban los
caballeros, alisándose los bigotes con la patita. Y en
el centro de la sala aparecía la pareja de novios, de
pie sobre la corteza de un queso vaciado, besándose sin
remilgos delante de toda la concurrencia, pues estaban
prometidos y dentro unos momentos quedarían unidos en
matrimonio.



Seguían llegando forasteros y más forasteros; todo eran
apreturas y pisotones; los novios se habían plantado
ante la misma puerta, de modo que no dejaban entrar ni
salir. Toda la habitación estaba untada de tocino como
el pasillo, y en este olor consistía el banquete; para
postre presentaron un guisante, en el que un ratón de la
familia había marcado con los dientes el nombre de los
novios, quiero decir las iniciales. Jamás se vio cosa
igual.



Todos los ratones afirmaron que había sido una boda
hermosísima, y el banquete, magnífico.



Federico regresó entonces a su casa; estaba muy contento
de haber conocido una sociedad tan distinguida; lástima
que hubiera tenido que reducirse tanto de tamaño y
vestirse de soldadito de plomo.

 



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