Sastre

 
El
sastrecillo valiente
 


Una mañana de
primavera se encontraba un humilde sastrecillo sentado junto a su mesa, al lado
de la ventana. Estaba de buen humor y cosía con entusiasmo; en esto, una
campesina pasaba por la calle pregonando su mercancía:



-¡Vendo buena mermelada! ¡Vendo buena mermelada!



Esto sonaba a gloria en los oídos del sastrecillo, que asomó su fina cabeza por
la ventana y llamó a la vendedora:



-¡Venga, buena mujer, que aquí la aliviaremos de su mercancía!



Subió la campesina las escaleras que llevaban hasta el taller del sastrecillo
con su pesada cesta a cuestas; tuvo que sacar todos los tarros que traía para
enseñárselos al sastre. Éste los miraba y los volvía a mirar uno por uno,
metiendo en ellos las narices; por fin, dijo:



-La mermelada me parece buena, así que pésame dos onzas, buena mujer, y si
llegas al cuarto de libra, no vamos a discutir por eso.



La mujer, que esperaba una mejor venta, le dio lo que pedía y se marchó
malhumorada y refunfuñando:



-¡Muy bien -exclamó el sastrecillo-, que Dios me bendiga esta mermelada y me dé
salud y fuerza!



Y, sacando un pan de la despensa, cortó una rebanada grande y la untó de
mermelada.



-Parece que no sabrá mal -se dijo-; pero antes de probarla, terminaré este
jubón.



Dejó la rebanada de pan sobre la mesa y continuó cosiendo; y tan contento
estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.



Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía de la mermelada se extendía por
la habitación, hasta las paredes donde las moscas se amontonaban en gran número;
éstas, sintiéndose atraídas por el olor, se lanzaron sobre el pan como un
verdadero enjambre.



-¡Eh!, ¿quién os ha invitado? -gritó el sastrecillo, tratando de espantar a tan
indeseables huéspedes.



Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la
carga en bandadas cada vez más numerosas. El sastrecillo, por fin, perdió la
paciencia; irritado, cogió un trapo y, al grito de: «¡Esperad, que ya os daré!»,
descargó sin compasión sobre ellas un golpe tras otro. Al retirar el trapo y
contarlas, vio que había liquidado nada menos que a siete moscas.



-¡Vaya tío estás hecho! -exclamó, admirado de su propia valentía-; esto tiene
que saberlo toda la ciudad.



Y, a toda prisa, el sastrecillo cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego
le bordó en grandes letras: «¡Siete de un golpe!»



-¡Qué digo la ciudad! -añadió-; ¡el mundo entero tiene que enterarse de esto! -y
su corazón palpitaba de alegría como el rabo de un corderillo.



Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir al mundo, convencido de que su
taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo
rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo que pudiera llevarse; pero
sólo encontró un queso viejo, que se metió en el bolsillo. Frente a la puerta
vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y también se lo guardó en el
bolsillo, junto al queso. Luego se puso valientemente en camino y, como era
delgado y ágil, no sentía ningún cansancio.



El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo más alto, se
encontró con un gigante que estaba allí sentado, mirando plácidamente el
paisaje. El sastrecillo se le acercó con atrevimiento y le dijo:



-¡Buenos días, camarada! ¿Qué tal? Estás contemplando el ancho mundo, ¿no? Hacia
él voy yo precisamente, en busca de fortuna. ¿Quieres venir conmigo?



El gigante miró al sastrecillo con desprecio y le dijo:



-¡Quítate de mi vista, imbécil! ¡Miserable criatura…!



-¿Ah, sí? -contestó el sastrecillo, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el
cinturón-; ¡aquí puedes leer qué clase de hombre soy!



El gigante leyó: «Siete de un golpe» y, pensando que se trataba de hombres
derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos
decidió ponerlo a prueba: agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas
gotas de agua.



-¡A ver si lo haces -dijo-, ya que eres tan fuerte!



-¿Nada más que eso? -preguntó el sastrecillo-. ¡Para mí es un juego de niños!



Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo
el jugo.



-¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?



El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa
aquel hombrecillo. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista
apenas podía seguirla.



-Anda, hombrecito, a ver si haces algo parecido.



-Un buen tiro -dijo el sastrecillo-, aunque la piedra volvió a caer a tierra.
Ahora verás.



Y sacando al pájaro del bolsillo, lo lanzó al aire. El pájaro, encantado de
verse libre, se elevó por los aires y se perdió de vista.



-¿Qué te pareció este tiro, camarada? -preguntó el sastrecillo.



-Tirar piedras sí que sabes -admitió el gigante-. Ahora veremos si puedes
soportar alguna carga digna de este nombre.



Y llevando al sastrecillo hasta un majestuoso roble que estaba derribado en el
suelo, le dijo:



-Si eres verdaderamente fuerte, ayúdame a sacar este árbol del bosque.



-Con mucho gusto -respondió el sastrecillo-. Tú, cárgate el tronco al hombro y
yo me encargaré de la copa, que es lo más pesado .



En cuanto el gigante se echó al hombro el tronco, el sastrecillo se sentó sobre
una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo que cargar también
con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecillo iba de lo más contento
allí detrás y se puso a tararear la canción: «Tres sastres cabalgaban a la
ciudad», como si el cargar árboles fuese un juego de niños.



El gigante, después de llevar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y
gritó:



-¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!



El sastrecillo saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos,
como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:



-¡Un grandullón como tú y ni siquiera puedes cargar con un árbol!



Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, agarrando la copa,
donde cuelgan las frutas más maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en
manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era
demasiado débil para sujetar el árbol y, en cuanto lo soltó el gigante, volvió a
enderezarse, arrastrando al sastrecillo por los aires. Cayó al suelo sin hacerse
daño, y el gigante le dijo:



-¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar esa delgada varilla?



-No es que me falten fuerzas -respondió el sastrecillo-. ¿Crees que semejante
minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima
del árbol, porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los
matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!



El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que
también esta vez el sastrecillo se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:



-Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra cueva y pasa la noche con
nosotros.



El sastrecillo aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna,
encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego; cada uno tenía en la mano
un cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecillo miró a su alrededor y
pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi taller».



El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin
embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse
en ella, se acurrucó en un rincón.



A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente dormido,
se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe
sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que había despachado
para siempre a tan impertinente saltarín. A la mañana siguiente, los gigantes,
sin acordarse ya del sastrecillo, se disponían a marcharse al bosque cuando, de
pronto, lo vieron venir hacia ellos tan alegre y tranquilo como de costumbre.
Aquello fue más de lo que podían soportar y, creyendo que iba a matarlos a
todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.



El sastrecillo prosiguió su camino, siempre a la buena de Dios. Tras mucho
caminar, llegó al jardín del palacio real y, como se sentía muy cansado, se echó
a dormir sobre la hierba. Mientras dormía, se le acercaron varios cortesanos, lo
examinaron de arriba a abajo y leyeron en el cinturón: «Siete de un golpe».



-¡Ah! -exclamaron-. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que
estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.



Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un
hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que, en modo alguno, debía
perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo y
envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara.
El emisario permaneció junto al durmiente y, cuando vio que abría los ojos y
despertaba, le comunicó la propuesta del rey.



-Precisamente por eso he venido aquí -respondió el sastrecillo-. Estoy dispuesto
a servir al rey.



Así que lo recibieron con todos los honores y le prepararon una residencia
especial para él.



Pero los soldados del rey estaban molestos con él y deseaban verlo a mil leguas
de distancia.



-¿Qué ocurrirá? -comentaban entre sí-. Si nos peleamos con él y nos ataca, a
cada golpe derribará a siete. Eso no lo resistiremos.



Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase
del ejército.



-No estamos preparados -le dijeron- para estar al lado de un hombre capaz de
matar a siete de un golpe.



El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder a todos
sus fieles servidores. Se lamentaba de haber visto al sastrecillo y,
gustosamente, se habría desembarazado de él; pero no se atrevía a hacerlo, por
miedo a que lo matara junto a todos los suyos y luego ocupase el trono. Estuvo
pensándolo largamente hasta que, por fin, encontró una solución. Mandó decir al
sastrecillo que, siendo tan poderoso guerrero, tenía una propuesta que hacerle:
en un bosque del reino vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus
robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía acercárseles sin
correr peligro de muerte. Si él lograba vencer y exterminar a estos dos
gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como dote nupcial;
además, cien jinetes lo acompañarían y le prestarían su ayuda.



«¡No está mal para un hombre como tú!» -se dijo el sastrecillo-. «Que a uno le
ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos
los días».



-Claro que acepto -respondió-. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no
necesito a los cien jinetes. El que derriba a siete de un solo golpe no tiene
por qué asustarse con dos.



Así, pues, el sastrecillo se puso en marcha, seguido por los cien jinetes. Al
llegar al lindero del bosque, dijo a sus acompañantes:



-Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.



Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar por todas partes.
Al cabo de un rato descubrió a los dos gigantes: estaban durmiendo al pie de un
árbol y roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El
sastrecillo, ni corto ni perezoso, se llenó los bolsillos de piedras y trepó al
árbol. Antes de llegar a la copa se deslizó por una rama hasta situarse justo
encima de los durmientes; entonces fue tirando a uno de los gigantes una piedra
tras otra, apuntándole al pecho. El gigante, al principio, no sintió nada, pero
finalmente reaccionó dando un empujón a su compañero y diciéndole:



-¿Por qué me pegas?



-Estás soñando -dijo el otro-; yo no te estoy pegando.



De nuevo se volvieron a dormir y, entonces, el sastrecillo le tiró una piedra al
otro.



-¿Qué significa esto? -gruñó el gigante-. ¿Por qué me tiras piedras?



-No te he tirado ninguna piedra -refunfuñó el primero.



Aún estuvieron discutiedo un buen rato; pero como los dos estaban cansados,
dejaron las cosas como estaban y volvieron a cerrar los ojos. El sastrecillo
siguió con su peligroso juego. Esta vez, eligiendo la piedra más grande, se la
tiró con toda su fuerza al primer gigante, dándole en todo el pecho.



-¡Esto ya es demasiado! -gritó furioso el gigante. Y saltando como un loco,
arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo
hizo temblar. El otro le pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron
tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron golpeándose con
ellos hasta que ambos cayeron muertos al mismo tiempo. Entonces bajó del árbol
el sastrecillo.



-Es una suerte que no hayan arrancado el árbol en que me encontraba -se dijo-,
pues habría tenido que saltar a otro como una ardilla; menos mal que soy ágil.



Y, desenvainando la espada, asestó unos buenos tajos a cada uno en el pecho.
Enseguida se fue a ver a los jinetes y les dijo:



-Se acabaron los gigantes, aunque debo reconocer que ha sido un trabajo
verdaderamente duro: desesperados, se pusieron a arrancar árboles para
defenderse; pero, cuando se tiene enfrente a alguien como yo, que mata a siete
de un golpe, no hay nada que valga.



-¿Y no estás herido? -preguntaron los jinetes.



-No piensen tal cosa -dijo el sastrecillo-; no me tocaron ni un pelo.



Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí
encontraron a los dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor,
los árboles arrancados de cuajo.



El sastrecillo se presentó al rey para exigirle la recompensa ofrecida; pero el
rey se hizo el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.



-Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino -le dijo-,
tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña. En el bosque se encuentra un
unicornio que hace grandes estragos y debes capturarlo primero.



-Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes -respondió el sastrecillo-
Siete de un golpe: ésa es mi especialidad.



Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a
sus escoltas que lo esperasen fuera. No tuvo que buscar mucho: el unicornio se
presentó de pronto y lo embistió ferozmente, decidido a atravesarlo con su único
cuerno sin ningún tipo de contemplaciones.



-Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas -dijo el sastrecillo.



Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese
cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había
embestido con toda su fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente
que, por más que lo intentó, ya no pudo sacarlo y quedó aprisionado.



-¡Ya cayó el pajarillo! -dijo el sastre.



Y saliendo de detrás del árbol, ató la cuerda al cuello del unicornio y cortó el
cuerno de un hachazo; cogió al animal y se lo presentó al rey.



Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer
trabajo: antes de que la boda se celebrase, el sastrecillo tendría que cazar un
feroz jabalí que rondaba por el bosque causando enormes daños. Para ello
contaría con la ayuda de los cazadores.



-¡No faltaba más! -dijo el sastrecillo-. ¡Si es un juego de niños!



Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de
tal modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les
quedaban ganas de enfrentarse a él de nuevo. Tan pronto vio al sastrecillo, el
jabalí se lanzó sobre él con sus afilados colmillos echando espuma por la boca.
A punto de alcanzarlo, el ágil héroe huyó a todo correr en dirección hacia una
ermita que estaba en las cercanías; entró en ella y, de un salto, pudo salir por
la ventana del fondo. El jabalí había entrado tras él en la ermita; pero ya el
sastrecillo había dado la vuelta y le cerró la puerta de un golpe, con lo que el
enfurecido animal quedó apresado, pues era demasiado torpe y pesado como para
saltar por la ventana. El sastrecillo se apresuró a llamar a los cazadores, para
que contemplasen al animal en su prisión.



El rey, acabadas todas sus tretas, tuvo que cumplir su promesa y le dio al
sastrecillo la mano de su hija y la mitad de su reino, celebrándose la boda con
gran esplendor, aunque con no demasiada alegría. Y así fue como se convirtió en
todo un rey el sastrecillo valiente.



Pasado algún tiempo, la joven reina oyó a su esposo hablar en sueños:



-Mozo, cóseme la chaqueta y echa un remiendo al pantalón, si no quieres que te
dé entre las orejas con la vara de medir.



Entonces la joven se dio cuenta de la baja condición social de su esposo,
yéndose a quejar a su padre a la mañana siguiente, rogándole que la liberase de
un hombre que no era más que un pobre sastre. El rey la consoló y le dijo:



-Deja abierta esta noche la puerta de tu habitación, que mis servidores entrarán
en ella cuando tu marido se haya dormido; lo secuestrarán y lo conducirán en un
barco a tierras lejanas.



La mujer quedó complacida con esto, pero el fiel escudero del rey, que oyó la
conversación, comunicó estas nuevas a su señor.



-Tengo que acabar con esto -dijo el sastrecillo.



Cuando llegó la noche se fue a la cama con su mujer como de costumbre; la
esposa, al creer que su marido ya dormía, se levantó para abrir la puerta del
dormitorio, volviéndose a acostar después. Entonces el sastrecillo, fingiendo
que dormía, empezó a dar voces:



-Mozo, cóseme la chaqueta y echa un remiendo al pantalón, si no quieres que te
dé entre las orejas con la vara de medir. He derribado a siete de un solo golpe,
he matado a dos gigantes, he cazado a un unicornio y a un jabalí. ¿Crees acaso
que voy a temer a los que están esperando frente a mi dormitorio?



Los criados, al oir estas palabras, salieron huyendo como alma que lleva el
diablo y nunca jamás se les volvería a ocurrir el acercarse al sastrecillo.



Y así, el joven sastre siguió siendo rey durante toda su vida.

 
 


Volver a menú